El rito, la liturgia, las formas, son fundamentales para las relaciones de los hombres, para la manifestación de las virtudes humanas.

Sin formas no hay fondo. Sin formas no hay virtudes. Sin formas no hay derecho.

No se pueden banalizar las relaciones entre los hombres, las relaciones entre las instituciones. Si se banalizan se degradan las personas y las instituciones, perdiéndose los puntos de referencia entre el conocimiento y el desconocimiento, la virtud y la maldad, lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo.

Hay que reconocer las cosas importantes mediante una actitud de respeto y protocolo que las pongan de manifiesto en función de su grado.

La falta de respeto a los «mayores en edad, dignidad y gobierno» esta derivando en una sociedad en que no se respeta a nadie. La sociedad se sumerge en una confusión de valores perdiéndose los elementos de referencia necesarios para una correcta convivencia.

La ausencia de valores provoca que al final se reconozca un solo valor: el del dinero.

El afán desmesurado por la sencillez, por lo funcional, por lo elemental, y la perversión de la igualdad de derechos, nos está llevando a una sociedad sin referentes, en la que al final solo impera la ley del dinero.

Una cosa es que todos seamos iguales ante la ley y otra que tengamos todos los mismos derechos. Si no apruebas las asignaturas no tienes derecho al título; si no compras el tiket no tienes derecho a entrar en el cine; si no trabajas no tienes derecho a un sueldo. Los derechos están en función de las obligaciones. Y están en función de la riqueza personal: si pagas su precio tienes derecho a un coche, o de la riqueza del país al que perteneces: si es un país rico tienes derecho a una pensión mínima o a la asistencia sanitaria gratuita.

Un país que se empeñe en que todos sus ciudadanos tengan derecho a todo sin obligación ninguna es un país destinado a desaparecer, destinado a la involución económica y cultural.

La indolencia, la vulgaridad y el embrutecimiento son los ejes de su destino.