Impuestos y política social

En política económica ocurre como en medicina, toda acción terapéutica y todo medicamento, a la par que obtiene beneficios claros para la salud, tiene también efectos adversos. Todo depende de la dosis, del mal de que se trate y de las circunstancias del sujeto sometido a tratamiento.

Una bajada de impuestos supone una doble acción. Por una parte, dinamiza el consumo de los ciudadanos o genera más ahorro, generando a su vez mayor actividad e inversión por las empresas. Esto significa un aumento del empleo y, a suvez, un aumento en la recaudación, pues, aunque se hayan bajado los tipos de gravamen, no solo al aumentar el empleo aumentan las cotizaciones a la seguridad social, sino que el aumento del empleo y de la actividad de las empresas genera un aumento de las bases del Impuesto sobre la renta de los nuevos trabajadores, antes en paro, y las del impuesto de sociedades al aumentar el beneficio de las empresas como consecuencia del aumento de su actividad.

Parece claro que el efecto de una
bajada de los tipos impositivos es una acción, no solo de política económica,
sin o también de política social. No solo genera riqueza, sino que genera
empleo, incrementa la Caja de la Seguridad Social y permite un aumento de la
recaudación del Estado, lo que le permitirá aumentar los presupuestos dedicados
a procurar el bienestar de los ciudadanos.

Pero no cabe duda de que para
lograr el bienestar social lo primero de todo y condición sine qua non es generar riqueza y empleo. La peor situación de
malestar (no ya de bienestar) es la falta de empleo y lo peor para el país es
que los trabajadores estén en paro: no solo no crean riqueza sino que consumen
la que otros crean. Un país subsidiado es un país que se encamina directamente
a la pobreza y, al final, solo podrá repartir pobreza, cuando no miseria. De
esto hay claros ejemplos en la reciente historia de Europa.

Claro que, como decíamos antes,
al igual que ocurre con la aplicación de un medicamento o de cualquier remedio,
depende de la dosis. Una bajada excesiva de los tipos impositivos podría llegar
a redundar en una disminución de la masa recaudada, a pesar del aumento de las
bases impositivas. Y unos impuestos excesivos estrangulan la economía de manera
que el Estado no podría hacer frente, no solo a su política social, sino a la
financiación de los servicios básicos de justicia, infraestructuras y
seguridad.

Otro criterio muy cuestionable es
el de la progresividad en los tipos aplicados al impuesto sobre la renta de las
personas físicas, de manera que cuanto más gane una persona se le aplica un
porcentaje más elevado. Parece razonable que cuanto más gane una persona, más
pague; es decir, que una persona page en proporción a lo que gana; pero
penalizarle con un incremento progresivo del porcentaje que ha de pagar, no
parece muy sensato, ya que es penalizar al que trabaja y progresa e incentivar
por tanto al que no lo hace. Cada unidad de trabajo adicional cuesta cada vez
más esfuerzo a quien lo hace; es decir tiene un coste marginal creciente, es decir,
el esfuerzo es más que proporcional al rendimiento. Por eso no parece sensato
además penalizarle con un impuesto progresivo, es decir, más que proporcional.
Un exceso en la progresividad del tipo puede disuadir a las personas para
esforzarse más, pues no le compensaría; y esto es muy negativo para el
desarrollo de una sociedad.

España nunca ha sabido apreciar
el esfuerzo, al emprendedor, al trabajador, al hombre de éxito que logra
alcanzar los objetivos que se marca. Antiguamente la hidalguía y la nobleza
estaban reñidas con cualquier actividad mercantil o artesanal. Ser comerciante o
artesano era empresa de villanos hasta el siglo IXX; y aún perduraba en parte ese
sentimiento durante el siglo XX. Durante este último siglo se ha presentado al
trabajador por cuenta ajena como el explotado por el empresario o trabajador
por cuenta propia y empresario como un especulador que trata de aprovecharse
del dinero y del trabajo ajeno, sin querer reconocer que éste ponía en riesgo
sus bienes y los de su familia, asumiendo todas las responsabilidades del
negocio. De esta manera, el emprendedor, el empresario que arriesgaba y
trabajaba, que creaba riqueza y empleo, primero fue vituperado por los nobles y
terratenientes de nuestra sociedad y luego lo fue, ya en el siglo IXX y en el
XX por una diversos pensadores.

Esto no ocurría en otros países
europeos como Inglaterra, Alemania, Holanda, etc. Donde imperaba el pensamiento
protestante e incluso calvinista en el que el éxito de los emprendedores se
entendía como un don y una bendición de Dios, lo que contribuyó a su temprano y
acelerado desarrollo económico, tecnológico y cultural.

Las políticas sociales deben ir
dirigidas a proporcionar a la población un mínimo de prestaciones, de manera
que se cubran las necesidades básicas de los ciudadanos. Una sociedad que se
precie no debería permitir la existencia de ciudadanos en estado de indigencia.
Bajo ningún concepto. Y esto no se cumple en nuestras sociedades occidentales y
“democráticas”. Mientras tanto, se emplea mucho dinero público en favorecer a
trabajadores manuales, jóvenes y clases medias, que tienen o pueden tener sus
propias rentas, sólo por obtener sus votos. De esta manera se favorece la
mediocridad y el inmovilismo, mientras se mantiene a un grupo de la población
en la indigencia y por debajo del nivel de pobreza. Vivimos inmersos en una
economía del subsidio y del mínimo esfuerzo.

Estas medidas sociales deben ir
orientadas al desarrollo de las personas y no limitarse a ser un mero subsidio.
Un ejemplo brillante de esto son los microcréditos gestionados en países del
tercer mundo, donde las ONG se han percatado de que estas medidas, que exigen e
incentivan el desarrollo personal, son las mejores para ayudar a salir de la
pobreza material y cultural de las personas.

Debemos así reflexionar en la
necesidad de desarrollar políticas sociales y económicas que premien el valor
de la iniciativa, la asunción del riesgo y el éxito de los emprendedores; a
cualquier nivel y en cualquier actividad. Fomentando la creatividad, la
innovación, la superación personal, la iniciativa individual, el esfuerzo y,
por ende, la creación de riqueza económica, cultural, científica y social.

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