Los animales sienten. Eso es evidente. Y tienen sentimientos más o menos desarrollados. Pero es el instinto el que manda; las sensaciones, los sentidos e, incluso, los sentimientos mandan. No la razón. En ocasiones el sentimiento puede incluso vencer al instinto.
Ese mundo, el mundo de los sentidos es el que compartimos con los animales. El ser humano se diferencia porque es un ser inteligente, capaz de tener ideas complejas, abstractas; capaz de dominar los sentidos, vencer al instinto e, incluso, al sentimiento. La toma de conciencia de sí mismo. La razón, por encima del sentimiento. Capaz de percibir a Dios, de intuir la eternidad y penetrar en todos los misterios de la existencia y del universo.
Pero el instinto está ahí siempre presente. La lujuria, la gula, la pereza y, en definitiva, la concupiscencia, reflejan nuestro lado animal y sensitivo. Es la razón y el conocimiento el que puede conseguir vencer ese lado animal siempre presente en nosotros. Ese lado animal, si no se somete a la razón, puede al fin favorecer el desarrollo de vicios, ya no instintos animales pero sí derivados de ellos, como la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira y el resentimiento.
Vivimos en una lucha continua entre la carne y el espíritu, entre el instinto y la razón; entre nuestra carnalidad y nuestra espiritualidad. Venciendo a los instintos, domando nuestro lado animal. Buscando un equilibrio en favor de nuestro rasgo más humano: la espiritualidad. El Alma. Dios. El dominio de nuestros sentidos es el que nos hace libres.